Una Parábola es una narración breve que posee un fin didáctico, es decir, propone una enseñanza, a partir de una analogía.
"Parábola del Trueque", de Juan José Arreola, fue publicada en 1938, sin embargo, la construcción del mensaje es ciertamente actual; las dinámicas socioculturales postmodernas, el culto a la imagen, el sentimiento de constante disconformidad e insatisfacción con la vida, el apego a lo superficial, a la posesión, a la competencia, logran de esta lectura una reflexión que deja en descubierto una nueva forma de construir lazos, basado en lo desechable y nuestras propias carencias. Sin duda, es una lectura profunda y abierta a la relectura.
Parábola del trueque (Juan José Arreola)
Al
grito de "¡Cambio esposas viejas por nuevas!" el mercader recorrió las calles
del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos.
Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios
inexorablemente fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y
certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el
comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y
más que rubias, doradas como candeleros.
Al ver
la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del
traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio
a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las
extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas.
Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al paso de un
carro suntuoso. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía
un leopardo me miró deslumbrante, como desde un bloque de topacio. Presa de
aquel contagioso frenesí, estuve a punto de estrellarme contra los vidrios.
Avergonzado, me aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a Sofía.
Ella
estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre.
Ajena al tumulto, ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la
conozco podía advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle,
el mercader lanzó por último la turbadora proclama: "¡Cambio esposas viejas por
nuevas!". Pero yo me quedé con los pies clavados en el suelo, cerrando los
oídos a la oportunidad definitiva. Afuera, el pueblo respiraba una atmósfera de
escándalo.
Sofía y
yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario.
-¿Por qué no me cambiaste por otra? -me dijo al fin,
llevándose los platos.
No pude contestarle, y los dos caímos más hondo en el vacío.
Nos acostamos temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa
noche hicimos un papel de convidados de piedra.
Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta,
rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado
de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día
echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol,
como sedosas banderas amarillas.
Ni un
momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos. Obstinados
en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana.
Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los
pocos amigos que tenía. Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo
el ejemplo absurdo de la fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose,
lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres
obscenos, y yo acabé por sentirme como una especie de eunuco en aquel edén
placentero.
Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y
retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para evitarme contrastes y
comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de mala gana con sus más estrictos
deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos
amores tan modestamente conyugales.
Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió
responsable de que yo no tuviera una mujer como las de otros. Se puso a pensar
desde el primer momento que su humilde semblante de todos los días era incapaz
de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la
hermosura invasora, se batió en retirada hasta los últimos rincones del mudo
resentimiento. Yo agoté en vano nuestras pequeñas economías, comprándole
adornos, perfumes, alhajas y vestidos.
-¡No me tengas lástima!
Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en
mimarla, venía su respuesta entre lágrimas:
-¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!
Y me
echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que parecía
un leopardo, deseaba de todo corazón que volviera a pasar el mercader.
Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña
isla en que vivíamos recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un
desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a
primera vista, los hombres no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni
les echaron una buena mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser
nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos... El mercader
les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de
oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.
El
primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo
también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma
de su mujer, la característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con
alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la
señora y puso el grito en el cielo.
Muy
pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres
brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las
fallas de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas acerca
de su procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que
había recibido una mujer falsificada.
El
recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que
despertaron los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el
recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío.
Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en
el cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia.
Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del
odio. Ante esa actitud general, creí conveniente tomar algunas precauciones.
Pero a Sofía le costaba trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle
con sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de
atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había
quedado con ella por cobarde, pero que no me faltaron las ganas de cambiarla.
Hoy
salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del
mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban
al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y
desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso
recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático,
dice que ahora será fiel hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida,
ésa que él mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico.
Yo no
sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si
prudente. Por lo pronto, le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla
verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos
declararon que buscarán hasta el infierno los rastros del estafador. Y
realmente, todos ponían al decirlo una cara de condenados.
Sofía
no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se va
llenando de reflejos. Como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos
de orgullo.
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