El trastorno de déficit de atención afecta a un
creciente número de niños, y abre el debate en torno a los sobrediagnósticos.
La atención es la ventana a través de la cual el
cerebro se asoma al mundo que le rodea. Cuando el niño nace, apenas es capaz de
dirigir su interés hacia el mundo exterior. Inicialmente sólo presta atención a
sus propias sensaciones llorando cuando tiene hambre, sueño, frío o se siente
solo. A partir de ahí comienza un largo viaje en el que el niño va aprendiendo
que atender ciertos estímulos conlleva una serie de beneficios.
Así, el niño comienza a desarrollar una habilidad
tremendamente compleja, que es la de controlar la propia atención y dirigirla
no sólo a aquellos estímulos que se mueven, sino también a aquellos que están
más quietos o son más aburridos. De esta forma crecerá siendo capaz de atender
a su profesor, aunque el compañero de al lado esté haciendo ruido. Aprenderá a
abstraerse con el libro que lee, aunque una mosca lo sobrevuele, y llegará a
ser capaz de concentrarse al volante, a pesar de que la carretera sea una larga
recta y su cerebro esté cansado.
Dominar la atención y ser capaz de eliminar otros
estímulos que intentan distraernos es una habilidad que ofrece múltiples
ventajas. Nos permite concentrarnos en lo que realmente queremos o deseamos,
detectar detalles y matices que otros pasan por alto, aprender idiomas con más
facilidad, persistir en nuestras metas hasta alcanzarlas o reducir los niveles
de estrés.
Desde hace años vivimos un auténtico auge de un
diagnóstico que provoca sufrimiento entre los más pequeños: el trastorno por
déficit de atención (TDA). Desde los años setenta hasta 2010, el número de
niños diagnosticados en Estados Unidos se multiplicó por siete. Desde 2000
hasta 2012, el número de recetas expedidas en Reino Unido para tratar este
trastorno cognitivo se multiplicó por cuatro. Los factores que han provocado
esta alza son muchos y complejos. Por una parte, la sensibilización de los
pediatras ha hecho que se detecten con más eficacia. Por otra, la posibilidad
de diagnosticarlo a partir de los tres años (en lugar de a los seis años) ha
sido otro motivo para el aumento de la prevalencia.
Sin embargo, también hay otras razones que son más
difíciles de entender. La más preocupante de todas ellas es el
sobrediagnóstico: los expertos más alarmistas estiman que como mucho un 4% de
la población infantil podría sufrir este trastorno y, sin embargo, la realidad
es que un 10% de los niños en nuestro país tomarán medicación para el TDA en algún
momento de su vida escolar.
Las razones que llevan al sobrediagnóstico parecen
ser muchas. Los padres pasan menos tiempo con los hijos y esto parece
interferir en el desarrollo de habilidades como el autocontrol o la capacidad
para sobrellevar la frustración. Los colegios tienen menos paciencia con los
alumnos difíciles o que no están tan motivados para aprender, en muchos casos
presionados por los resultados académicos de la escuela en su conjunto.
También nos encontramos con la intrusión de las
nuevas tecnologías en el cerebro en desarrollo de nuestros hijos. Desde los
años ochenta sabemos que más tiempo frente al televisor se traduce en menos
paciencia y autocontrol, peor desarrollo madurativo de la atención y mayores
tasas de fracaso escolar. La razón es muy sencilla, cuando el niño juega,
dibuja o interacciona con sus padres o hermanos, su cerebro debe dirigir la
atención voluntariamente a aquellos estímulos o personas con los que
interacciona. Cuando se sienta frente al televisor es la tele la que atrapa el
interés del niño y hace todo el trabajo.
Por eso nos gusta ver la tele y engancharnos al
móvil, no porque estimulen nuestro cerebro, sino porque nos entretienen, nos
relajan. Hoy, los dispositivos móviles se utilizan para distraer al niño cuando
se tiene que concentrar en terminar una papilla. Para entretener al niño cuando
tiene que esperar en el pediatra. Para despistar al niño cuando tiene que
esforzarse en ponerse el pijama al final del día. Con este tipo de estrategias
parece sensato que el cerebro aprenda que cada vez que tiene que esforzarse,
concentrarse o esperar quieto, tiene permiso para distraerse.
Sin lugar a dudas estamos educando niños menos
pacientes, menos atentos y con menor capacidad de esfuerzo, reflejo de una
generación de padres menos pacientes y que damos menos valor a hacer las cosas
despacio.
Todo ello lleva a que muchos niños sean llevados a
un especialista que observa en él todos los síntomas necesarios para el diagnóstico:
poco autocontrol, distracción o falta de motivación. En el caso de muchos niños
el diagnóstico y el tratamiento son acertados. Para muchos otros, creemos, el
trastorno por déficit de atención es un estigma de una sociedad que va
demasiado deprisa para educar despacio.
Algunos niños, con ayuda de sus padres, profesores
o terapeutas van desarrollando habilidades cognitivas como un mayor autocontrol
o paciencia que permiten reducir y compensar las dificultades atencionales. A
medida que se hacen mayores suelen preferir y encajar bien en trabajos que les
permiten moverse y hacer cosas diversas a lo largo del día.
Pero pueden seguir existiendo desafíos en la vida
cotidiana. Muchos los encuentran cuando tienen sus propios hijos y la
paciencia, el orden o la organización vuelve a ser un elemento adaptativo
fundamental. Algunos adultos con dificultades de atención no experimentan
ninguna dificultad en su vida cotidiana, otros se regulan gracias a la
medicación y un tercer grupo sufre muchas de estas dificultades pero no tiene
ni idea de que el origen esté en una alteración de sus procesos atencionales y
ejecutivos, ni conoce cómo compensarlos.
***Existen ciertas señales que nos indican que necesitamos ayuda, esto es cuando se presentan manifestaciones que son intensas o tiene demasiada permanencia en el tiempo, afectando a la calidad de vida personal y de su núcleo familiar, siendo conveniente consultar a un especialista***
Fuente: http://elpais.com/elpais/2017/06/23/ciencia/1498213275_166491.html
PSICOLOGÍA INFANTIL Y ADOLESCENCIA
No hay comentarios.:
Publicar un comentario